Estado civil by Pierre Drieu La Rochelle

Estado civil by Pierre Drieu La Rochelle

autor:Pierre Drieu La Rochelle [Drieu La Rochelle, Pierre]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Biografía
editor: ePubLibre
publicado: 1921-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo II

Hacerlos jugar

Aquella fuerza extraña nació más tarde. Otro me había invadido. El alma de un héroe se alojó durante algún tiempo en mi cuerpo. Mi inteligencia floreció. Lo aprendía todo. Lo retenía todo. Era sabio; era dueño de mi lengua, de mis manos, de mis ojos. Embaucaba de sopetón a todo el mundo. Sin que yo lo pensara, todo el mundo estaba convencido de mi poder. Los infantes miraban mi infancia con respeto; dos o tres buscaban con curiosidad el secreto de mi excelencia. Para mí, jugaba. La clase era mi juego. Recitaba las lecciones pensando en todas las demás que aprendería tan fácilmente como aquellas. Anunciaban que mis deberes tenían la mejor nota. Estaba con los brazos perfectamente cruzados. Pero al fin el recreo fue mi entrada en la vida.

Nos concedían hora y media diaria para jugar. Entre la casa y el colegio olfateaba un poco el aire, luego durante dos horas me dejaba encerrar en un aula que era espaciosa y clara. Sin embargo, con las paredes desnudas, descuidadas. Éramos veinticinco niños tibios dentro de aquel cubo blanco. Las ventanas tenían cristales esmerilados de invernadero. Había otra ventana: el agujero de la negra pizarra abierto al infinito. Pero nuestro profesor era un carcelero, nacido en la prisión y que no apresaba a los hijos de los prisioneros que hay en otro mundo.

Después de dos horas de clase, a las diez y cinco nos lanzábamos gritando a voz en cuello. Nuestro tumulto reventaba en un patio cuadrado y abstracto como el aula. A veces aclamábamos con tanta violencia al aire libre que el vigilante, resintiéndose de nuestra protesta, silbaba para que volviéramos a ponernos en fila. Amaestrados por el nuevo silbido, recibíamos la libertad con menos sensibilidad. Pero a las diez y diez se dejaba oír un timbre eléctrico. A las diez y cuarto todo había terminado. Y para que en los pasillos no reinara la anarquía, que es tan horrible como la agonía, nos habían terminado. Y para que en los pasillos no reinara la anarquía, que es tan horrible como la agonía, nos había enseñado andar medio muertos, dándonos la espalda unos a otros, mudos, con los brazos colgando. Las ciudades son campamentos donde en que se entreabría la jornada. Durante tres cuartos de hora podíamos bregar. A las tres menos cuarto aún teníamos cinco o diez minutos. A las cuatro y media regresaba a mi casa y permanecía encerrado hasta la mañana siguiente.

Los recreos eran para mí bienaventuradas divagaciones. Me arrojaba con rabia al olvido y a la negociación del resto del tiempo. Corría, gritaba, me retorcía como un loco. Interpelaba a mis compañeros sin razón, por el placer de pronunciar sus nombres. Me tiraba sobre ellos riendo y los derribaba por sentir su presencia. Palpaba con placer el ardor de mi figura. Repetía palabras groseras. Pero quería que todo el mundo participase en mi alegría; no podría satisfacerme solo y la alegría me resultaba insuficiente si no se engrosaba con la de los demás. En cuanto nos soltaban a las doce y cuarto, me tiraba contra los niños.



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